Seis de agosto de 1945. Hiroshima, Japón. A las 8h15 de la mañana, el cielo se partió en dos. Una luz enceguecedora, seguida de un calor abrasador, borró del mapa a una ciudad entera. En segundos, decenas de miles de personas murieron. Lo que comenzó como un lunes cualquiera terminó como el primer infierno atómico de la historia.
Pero el mundo no supo —no quiso o no pudo saber— lo que realmente había sucedido entre las ruinas humeantes de Hiroshima. Los titulares hablaban de victoria, de venganza, de una nueva era militar. Las cifras reemplazaban a los nombres. Las víctimas eran apenas una sombra desdibujada. Hasta que un año después, un periodista cruzó el silencio.
John Hersey: un hombre y seis historias en Hiroshima
El 31 de agosto de 1946, The New Yorker publicó algo sin precedentes: toda su edición fue ocupada por un único reportaje, titulado simplemente “Hiroshima”. El periodista John Hersey no recurrió a la estrategia habitual de los reportes bélicos. En vez de alinear datos y declaraciones oficiales, prefirió mirar el desastre desde abajo, a ras del suelo, desde la perspectiva de los sobrevivientes.
Seis voces, seis vidas rescatadas del olvido: la oficinista Toshiko Sasaki, el doctor Masakazu Fujii, la viuda Hatsuyo Nakamura, el padre jesuita Wilhelm Kleinsorge, el joven cirujano Terufumi Sasaki y el reverendo Kiyoshi Tanimoto. A través de ellos, Hersey no solo narró una tragedia; construyó una obra maestra del periodismo narrativo. Le dio rostro, cuerpo y alma a lo que hasta entonces era solo un hongo nuclear en la distancia.
Un texto que cruzó fronteras sin internet
La crónica de Hersey se convirtió en un fenómeno global. Leída por completo en la radio estadounidense y luego en la BBC, devorada en redacciones, universidades y hogares, transformó para siempre la manera de contar una guerra. Se agotaron los 300.000 ejemplares impresos de la revista. El Club del Libro del Mes de EE.UU. lo distribuyó gratuitamente. El científico Albert Einstein intentó comprar mil copias para enviar a científicos de todo el mundo. El texto circuló como una necesidad moral.
En Japón, sin embargo, las palabras de Hersey fueron silenciadas. Las fuerzas de ocupación estadounidenses prohibieron su difusión hasta 1949. La primera traducción japonesa fue hecha por el propio reverendo Tanimoto, uno de los sobrevivientes, como quien busca traducir no solo un idioma, sino también un trauma.
El periodismo como testimonio, no como espectáculo
“Hiroshima” no se limitó a describir los efectos inmediatos de la bomba; mostró las secuelas. Narró los cuerpos lacerados, las mentes quebradas, las enfermedades silenciosas de la radiación. Y lo hizo sin sensacionalismo. Hersey no gritó. Sus palabras susurraban. Y por eso golpeaban más fuerte.
Miles de lectores enviaron cartas a la redacción. Muchas hablaban de vergüenza. Otras de redención. Todas de humanidad. Por primera vez, Occidente dejó de ver a los japoneses como caricaturas del enemigo para reconocer en ellos a personas: madres que huían con sus hijos, doctores que curaban con sus manos desnudas en medio del apocalipsis.
El periodista que desapareció detrás de su historia
Hersey tenía apenas 32 años cuando escribió el reportaje. Ya había cubierto la guerra en Europa y Asia. Pero tras “Hiroshima”, eligió el silencio. No dio entrevistas. No buscó premios. Rechazó protagonismos. Como si entendiera que su deber ya había sido cumplido: dar voz a los que no la tenían.
En 1985, cuatro décadas después del bombardeo, Hersey regresó a Hiroshima. Se reencontró con los seis protagonistas y publicó «Las secuelas». El periodista cerraba el círculo. Pero el eco de su crónica seguiría vibrando en cada aula de periodismo, en cada libro de historia, en cada reflexión sobre el poder devastador de las armas… y de las palabras.
Un legado que arde 80 años después
A ocho décadas del ataque nuclear por parte de Estados Unidos, Hiroshima sigue siendo mucho más que un reportaje: es un acto de memoria. En un tiempo donde la velocidad devora la profundidad, donde el espectáculo reemplaza a la verdad, la lección de Hersey persiste: narrar es resistir el olvido. Ponerle nombre al dolor es el primer paso para humanizar incluso los escenarios más inhumanos.